Los sucesos de los últimos 120 días nos han permitido apreciar que en la Argentina existen dos realidades. Aquella que viven los políticos y encargados de gobernarnos, obsesionados en dar la vida por un pedacito de poder. Compromisos y transacciones exclusivos y excluyentes. Asuntos pequeños a los que se les otorga enorme trascendencia, invocando el interés general, el bienestar del pueblo y la grandeza de la patria.
El otro nivel corresponde al hombre común, ignorante de la relevancia y secuelas de la soja y sus circunstancias, preocupado por el día a día, lleno de sueños y promesas incumplidas, de impotencia, de frustraciones y silencios.
Ese que presenció durante cuatro meses la contienda por la confirmación o rechazo de la resolución 125 como un River y Boca, que harto de las arbitrariedades oficiales se puso del lado del campo y que el 17 de julio a las cuatro de la mañana festejó el voto del presidente del Senado como si fuera el tiro penal definitivo convertido exitosamente por Dieguito en una final con Brasil.
Así el hombre común se unió a los festejos, alzó la copa, compartió estribillos y después volvió a su cotidiano gris, a su lucha por sobrevivir.
Allí se dio cuenta de cuánto había perdido en estos turbulentos 120 días. Que el dinero percibido por su trabajo cotidiano no superaba la primera quincena, que en los hospitales había menos médicos, que en las escuelas continuaban los techos frágiles, que la lluvia mojaba los bancos, que algunas estaban cerradas... En definitiva, una derrota inapelable provocada por la soberbia y la arrogancia de los gobernantes, los dueños de la vida y destinos de la gente, del pueblo, de aquellos que esperan con ingenua esperanza una respuesta seria a sus sueños, a sus ilusiones, los que reclaman que la palabra democracia tenga sentido. Publicado en el diario Rio Negro del 21 de julio de 2008
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