Es errado el concepto según el cual la autoridad y el poder de los mandatarios en la democracia republicana emergen y se conservan por el voto mayoritario al tiempo del sufragio. Es absolutamente falso. El voto sólo es el medio para acceder el cargo que en principio es un ente vacío, un recipiente sin contenido que puede llenarse o no con las atribuciones, dones, capacidad, ética y moral de aquel que lo ocupa.
En tal sentido, es común que se aprecie por los funcionarios de cualquiera de los tres poderes del Estado Ejecutivo, Legislativo y Judicial que la mera designación le otorga la tan ansiada autoridad, y no es así.
Particular relevancia adquiere el desempeño honorable y honesto, no cediendo jamás a ningún tipo de presión o sometimiento.
Sólo el propio criterio y la justa solución, el afán por hacer realidad el bienestar general del pueblo, tal como lo manda la Constitución Nacional son los puntos de referencia que deben orientar la acción de los hombres públicos.
Sin la efectiva actuación de los valores esenciales para la convivencia, como el honor, la honestidad, la decencia, la democracia republicana fenece, muere, es sólo una escenografía, esto es, cartón pintado ya que las instituciones son en última instancia reflejo del ejercicio del rol pertinente de los hombre que la integran actuando con riguroso respeto a principios éticos y morales.
La autoridad no se da por una elección, se gana en el responsable ejercicio del cargo, realizando el bien común sin privilegios ni excepciones, en la convicción de que lo único que justifica el rol que le han asignado al gobernante es el cumplimiento estricto de la Constitución Nacional que constituye en los hechos el límite infranqueable al tiempo de ejercer la autoridad que le delegó el pueblo soberano.
Lo dicho es válido para cualquiera de los poderes porque, en última instancia, aquellos que ejercen el gobierno no son más que mandatarios de los ciudadanos, únicos titulares del auténtico poder y con legitimidad de exigir que la Carta Magna sea respetada.
En el sentido indicado en los párrafos precedentes Alberdi enseñaba que la democracia se basa en la soberanía del pueblo ejercida por sus representantes quienes en todo caso deben respetar rigurosamente dos condiciones esenciales a saber: realizar el bien común y actuar justamente, recaudos que funcionan como límites al poder soberano que el pueblo ha delegado en sus mandatarios al tiempo de votar y por ello se encargaba de advertir: "...el pueblo o sus mandatarios no son soberanos sino de lo justo, no son soberanos de mi libertad, de mi inteligencia, de mis bienes, de mi persona, que tengo de la mano de Dios; sino que al contrario, no tienen soberanía sino para impedir que se me prive de mi libertad, de mi inteligencia, de mis bienes, de mi persona. De modo que, cuando el pueblo o sus representantes, en vez de llenar este deber, son ellos los primeros en violarle, el pueblo o sus representantes no son criminales únicamente; son también perjuros y traidores”. (Juan Bautista Alberdi, Obras Selectas).
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