El simple hecho de leer el periódico o salir a la calle, bastan para querer vivir en otra parte. Otro barrio, otro municipio y, muchas veces, hasta otro país. Los más afortunados tienen barricadas entre ellos y la violencia y la miseria. Viven en exclusivas zonas con muros perimetrales donde sólo ingresan los residentes, sus huéspedes y empleados. Van a exclusivos centros comerciales, restaurantes y supermercados en cuyo perímetro los vagabundos, vendedores ambulantes y pide-limosnas no son bienvenidos.
Los más afortunados—y eso incluye a los funcionarios públicos—viven en casas donde los muros de contención dejan afuera la pobreza y los separan de la vecina de 60 años que, ya sin la mitad de sus dientes, y sin saber leer ni escribir, le pide lavar su ropa para poder pagar el alquiler de su habitación, o la otra vecina treintañera que hace rondas semanales en la vecindad pidiendo un poco de pan, porque no tienen nada que comer los cinco hijos que tuvo con el marido que la abandonó la semana pasada.
Quizá los más afortunados ni escuchan balazos en la noche. A veces, uno o dos solitarios. Otras veces, ráfagas continuas. Evaden las noticias, al menos las nacionales, y se evitan leer truculencias como los asesinatos de chóferes, el niño que murió por una bala perdida, el marido que apuñaló a su mujer y escapó sin dejar rastro.
No se enteran de la madre que decidió emigrar, y a media noche abandonó su casa en un barrio marginal, porque los narcos pretendían raptar a su hija de 15 años.
De pronto sólo se enteran por escuetos mensajes de Twitter, que una red de corrupción fue desmantelada en las cárceles, y que involucraba al mismísimo jefe local de la policía
Tampoco arriesgan la vida tomando el colectivo hacia el trabajo o la casa, ni padecen ese doble asalto, porque los que asaltan los colectivos en la mañana, también lo hacen por la tarde o la noche. No padecen haciendo dedo todos los días desde la oficina, para evitar abordar el nefasto colectivo. Y, como otros automovilistas menos afortunados, no circulan en zonas donde saltan del susto cada vez que un motociclista circula demasiado cerca de su vehículo, temiendo un asalto.
La realidad no los acorrala. Querer vivir en otra parte, y no poder, es una fantasía imposible que desconocen.
Los más desesperados emigran. pero huyen, a veces, a una realidad peor tratando de llegar. El resto, aguanta como mejor puede, y malvive cansado. Cansado de saber que esta solo, sin gobierno que responda. Cada uno, abandonado a su suerte, a la barbarie. Y aprende a sobrevivir así, por inercia, porque—en todo esto—hasta le asfixiaron la indignación, a los que denuncian atropellos, o a quienes escriben acerca de ellos.
No es que se haya vuelto al pasado de represión militar, los malos visten de particular y no responden a ideologías, sino al dinero fácil y sucio, y lo defienden con uñas y dientes, o a balazos y no pasa nada.
Nadie mueve un dedo más allá de las denuncias que hacen organismos de derechos humanos y las víctimas o sus familiares que tiene buenas intenciones pero no despeina a nadie, mientras no falta la recomendación o advertencia a medios y periodistas de no publicar ciertas cosas.
¿Quién quiere vivir en un país así? ¿Alguien? Y, ¿quién resuelve esto? Nadie, obviamente, sino, tanta gente no huiría, o fantasearía con huir, con evadir esta realidad.
(Sobre la adaptación precedente, ver la descripción de la realidad en Guatemala en La Raza On Line-www.laraza.com del 06/09/2014, "La fantasía de querer vivir en otra parte", de Julie Lopez). |