Por Mary Beloff (*) Tiene que responder el Estado cuando se imputa un delito a un menor de dieciocho años? ¿Cómo tiene que hacerlo? Estas son las preguntas que tal vez debería plantearse la opinión pública en estos días, en lugar de la mediática e hipertécnica pregunta acerca de la imputabilidad de los menores. Para contestarlas de modo adecuado quizás también ayudaría preguntarse: y hoy, ¿cómo responde el Estado? El Estado hoy reacciona con un sistema que combina lo peor de dos mundos: la discrecionalidad tutelar y la dureza penal. Hoy para el Estado es irrelevante que el menor de dieciséis años cometa un delito; lo fundamental para decidir el destino de un menor de edad que entra en contacto con la justicia de menores son sus condiciones personales, con independencia de que sea autor o víctima, adicto o abandonado, explotado o abusado. Del mismo modo trata el Estado a quienes tienen entre 16 y 18 años, con el agravante de que en caso de que se les impute un delito, el rango de opciones disponibles para el magistrado se extiende desde la absolución del encontrado penalmente responsable (¡así como se lee!) hasta la prisión perpetua, dependiendo de si las condiciones personales del joven colaboran o no para que el Estado lo "ayude" y no lo "pene". Esta situación explica la siguiente paradoja: cuando un menor de edad ha tenido previamente contacto con el sistema judicial/administrativo tutelar (esto es, de "pseudo/protección"), como autor o como víctima (para la ley da lo mismo), en su siguiente contacto miente sobre la edad, argumentando una mayor, para obtener los "beneficios" que la dura ley penal reserva a los adultos. El sistema legal vigente combina también impunidad con injusticia: impunidad porque aun cuando un adolescente cometa un delito grave, el Estado puede no reaccionar a su respecto, en estricta aplicación de la ley; injusticia porque, aun cuando el menor no cometa delito, por sus condiciones personales, el Estado puede reaccionar privándolo de la libertad por años o restringiéndolo significativamente de derechos y bienes, sin defensa ni ninguna otra garantía procesal ni material. Alguien podría argumentar entonces que, en tanto el sistema vigente es abiertamente inconstitucional y fabricante de delincuentes juveniles y adultos, la mejor manera de reaccionar sería no reaccionar. Derogar la ley vigente y punto. No obstante, a poco que se reflexione sobre esta aparente "solución", surgen nuevas preguntas. ¿Es conveniente, desde el punto de vista democrático y de una sociedad inclusiva y preocupada legítimamente por la seguridad de todos los ciudadanos, no reaccionar? ¿El delito de los adolescentes nos es indiferente como comunidad? Es evidente en nuestro contexto cultural que si el Estado no reacciona, alguien va a reaccionar y sin los límites que el Estado moderno se ha puesto desde sus orígenes para combatir el delito, esos límites que son, guste o no, la esencia y justificación del derecho penal en las sociedades civilizadas. Parece entonces que el Estado tiene que reaccionar —de forma diferente a la actual— para beneficio de todos los involucrados: beneficio del adolescente infractor, a quien de ese modo se lo estaría incluyendo en el sistema de valores de toda la comunidad; beneficio de la víctima, que advertiría que no tiene que ocuparse por mano propia de reparar el delito que sufrió; y por último beneficio de la sociedad en su conjunto, que encontraría en el derecho y en la justicia una manera de reafirmar sus valores y de dirimir sus conflictos de modos no violentos. La actuación estatal debe enmarcarse en una ley. En este caso —a diferencia de otras cuestiones actuales de seguridad ciudadana— parte del problema está en la ley de menores vigente, de manera que, si se cambia la ley, si una nueva ley comienza a tratar a todos —comenzando por el adolescente infractor— de manera responsable y respetuosa de sus derechos fundamentales, tal vez esa nueva ley tenga un impacto saludable en la reducción de la violencia en nuestras comunidades. Cómo hacer esa ley hoy es una tarea fácil. Si se desarrollan, de manera clara, los postulados de la Convención del Niño —que representan un acuerdo mundial de cómo debe tratarse a los adolescentes infractores— y se aprende de la rica experiencia de prácticamente todos los países de nuestro continente que nos llevan amplia ventaja en la materia, una ley adecuada se elabora sin dificultades técnicas. Sobre tres patas Pero, ¿la ley sola puede hacer la diferencia? Evidentemente, no. Una ley de este tipo se pone en marcha porque fracasaron otras instancias preventivas, las decisivas, para que un adolescente no cometa delitos; pero si es una ley correcta, implementada de manera adecuada, puede influir para que, en el futuro, ese adolescente se vincule con su comunidad de manera no problemática. ¿Cómo? Logrando que el adolescente se conecte de manera responsable con el delito que cometió, que entienda el sentido disvalioso que ese delito tiene para la comunidad en la que vive, que conozca el daño y sufrimiento real que ha causado, y, finalmente, que comprenda y sienta que es respetado y que tiene una nueva oportunidad de ser un sujeto valorado positivamente por sus vecinos. La mejor reacción del Estado en esta materia necesita, para ser eficaz —además de ética y jurídicamente aceptable— apoyarse sobre tres patas: una nueva ley para adolescentes infractores a nivel nacional; nuevas leyes procesales a nivel provincial y nuevas leyes nacionales y provinciales dirigidas a garantizar todos los derechos de todos los niños, las niñas y los adolescentes del país. Si falta una pata, la seguridad y los derechos de niños y adultos seguirán ausentes de la mesa de la democracia argentina. (*) Profesora de Derecho Penal Juvenil, Facultad de Derecho (UBA) - Publicado en diario Clarín del 6.5.2004
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